A Quién se Debe Adorar


Este capítulo lo desarrollaremos formulándonos tres preguntas...
a) ¿A quiénes debemos adorar?
. Las Sagradas Escrituras nos expresan claramente a quién debemos “adorar”: “Al Señor tu Dios adorarás;... E inclínate a Él, porque Él es tu Señor” (Luc. 4:8; Sal. 45:11). Siendo sin lugar a dudas, “el objeto” de la adoración del creyente: “La Trina y Eterna Deidad”.
Al respecto, debemos destacar que, aunque la palabra “Trinidad” no se halla en la Biblia, sus páginas nos revelan que la Eterna Deidad está compuesta por tres Personas, cada una de las cuales es coigual y coeterna con cada una de las Otras: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Poseyendo cada una de Ellas, una personalidad precisa y, conformando, las Tres, sólo una “Esencia” y “Deidad”, revelada en tres Personas. Yendo esto más allá de nuestra comprensión finita e imperfecta (Is. 55:8-9), pero no más lejos de lo que debemos conocer (“por el espíritu que está en nosotros... Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido” – 1ª Cor. 2:11-12), al haber sido todas estas cosas escritas en la inerrante y santa Palabra de Dios, “para que creamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengamos vida [eterna] en Su nombre” (Jn. 20:31).
Por tanto, guardando reverentemente la distancia y comparación, podemos discernir que, al igual que el hombre se halla compuesto por “espíritu, alma y cuerpo” (1ª Tes. 5:23), los cuales conforman un solo individuo, “hecho a semejanza de Dios” (Gén. 1:26). Así también, el modelo “Santo, Puro, Perfecto y Excelso” de “esa semejanza – hecha poco menor que los ángeles [literalmente se lee: “que Dios”]. Y coronado de gloria y de honra” (Sal. 8:5) – es el “Trino Dios” (Gén. 1:26-27).
Aunque es necesario aclarar que la “semejanza” del hombre respecto a Dios está circunscrita solamente a su parte “inmaterial”. Pues nuestro “cuerpo” tiende a separarnos de Dios, justamente, debido a lo opuesto a Su naturaleza (Espíritu [vs] Materia); nuestra “alma” por el contrario, nos une a Él de nuevo (Sal. 103:1-2), por medio de los principios y facultades que, aunque infinitamente inferiores y finitos, poseen una “cualidad” que armoniza con el Creador (Sgo. 1:17). El cuerpo es “creación” de Dios; el alma es “Su imagen”, la cual “está en Su mano”; siendo Cristo, “el Pastor y Obispo de ellas” (Job 12:10; 1ª Ped. 2:25); è (Jn. 10:27-29); (2ª Cor. 5:8).
¿Qué honor inmerecido, verdad hermano?
A partir de allí, la Escritura, integralmente, nos presenta: Al Padre proponiendo los tiempos y las edades (Dn. 2:21; 4:35; Jn. 15:1; Hech. 17:30-31; Rom. 8:29,32; 2ª Cor. 5:17-19); al Hijo ejecutando el plan divino (Jn. 5:30; Heb. 10:7) y al Espíritu Santo capacitando al creyente e intercediendo por él para tal fin, además de llevar al pecador, mediante el amor de Dios, a los pies de Su Cruz (Rom. 8:26; Jn. 6:44-45; 7:37-39). Además, en este sentido y entre muchas otras cosas, podemos decir que somos “salvos” debido a la obra de la Trinidad: “... la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1ª Ped. 1:2). También Ella guía nuestra “oración” como indica el Apóstol: “Por medio de Él [Cristo] los unos y los otros [judíos y gentiles] tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Ef. 2:18).
Es más, el mismo Señor de la Gloria, al establecernos “La Gran Comisión” (Mt. 28:19), les invoca. Es por ello, que resulta adecuada para nuestro celestial saber, la dulce bendición que Pablo nos desea, de parte de Dios, desde (2ª Cor. 13:14) – “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros. Amén”. Así, hermano, cuanto más contemplamos la Santidad, Grandeza y Gloria del TRINO DIOS: “PADRE; HIJO y ESPÍRITU SANTO”, tanto más quedamos empequeñecidos y anonadados por Su eterna misericordia y excelsa Majestad.
Pero, es necesario aclarar sobre este punto que, si bien puntualmente, la Palabra de Dios nos indica fehacientemente, “adorar a Dios” (Ap. 22:9), nos revela a hacerlo, taxativamente, en la Persona del Padre (Jn. 4:23) y en la del Hijo (Jn. 9:38), a quien irrebatiblemente se le adora desde un principio, no solo en Su humanidad (Mt. 2:11) – aunque “... santo, inocente, sin mancha y apartado de los pecadores” (Heb. 7:26) –, sino también después de Su gloriosa resurrección, cuando los once, así lo hacen (Mt. 28:17). Y, aunque el Espíritu Santo, como “Dios” (Hech. 5:3-9); “Señor” (2ª Cor. 3:17) y “Tercera Persona de la Santísima Trinidad” (Mt. 28:19), es digno de ser reverenciado, loado y alabado por Su Deidad y Santidad, sin embargo, no encontramos versículo alguno en la Biblia, que nos indique que Él deba ser, explícitamente, “adorado”, cosa que si leemos respecto al Padre y a Su Hijo Jesucristo.
Por tanto, alabemos, glorifiquemos y adoremos, en actitud reverente y agradecida, a AQUÉL a quien todos los hijos de Dios, conocemos y reverenciamos como: “El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo,... Al que está sentado en el trono, y al Cordero... Amén” (Ef. 1:3; Ap. 5:13-14).
La segunda pregunta que nos hacemos es...
b) ¿A quiénes “no” debemos adorar?
Sobre este punto conviene destacar dos aspectos: La adoración a los “ídolos” y a “toda otra cosa” que no sea “adorar a Dios”, lo cual resumimos en tres cosas que no debemos adorar:
1) No debemos adorar a los “ídolos”
- La Escritura nos enseña que existe cierta adoración que causa el “aborrecimiento y la abominación” por parte de Dios porque en realidad se trata de “idolatría”. Y que Pablo en (1ª Cor. 10:22) destaca cuando nos dice: “¿O provocaremos a celos al Señor? ¿Somos más fuertes que ÉL?”. Indicándonos estas dos preguntas (en el contexto del capítulo)que “el Señor es celoso” y, cuando cometemos “idolatrismo”, estamos provocando al mismo Dios, siendo así “pasibles de su ira”.
Debemos aclarar que “celos” aquí, se refieren a “la manifestación” del “repudio divino” hacia la idolatría ya que con ella, se le provoca a “ira” a Jehová; el Señor (Dt. 32:21). Advirtiéndonos Asaf en el (Sal. 78:58) que los “ídolos” y las “imágenes de talla” provocan el “celo; el enojo y el aborrecimiento” de Dios.
También, debemos entender que “el celo de Dios” es un “celo santo”,el cual consiste en “el justo deseo de proteger y preservar Su dignidad y santidad”.
Estando este tema, directamente ligado al “culto y reverencia” que el Altísimo requiere de Su pueblo, y que Isaías 700 años a.C. expreso al decirnos que “Dios jamás resignará la alabanza y adoración que Su Gloria, demandan” (Is. 42:8).
Fijémonos que ya los dos primeros – de los diez – mandamientos resaltan, excluyentemente, que sólo “ÉL” debe ser “adorado”. Constituyendo esto, más que una ley, al tratarse de un “mandato directo del mismo Dios” (Ex. 20:3-6).
Entonces, cabe preguntarnos ¿qué es un ídolo a la luz de la Biblia?:
Es cualquier cosa que una persona adora en su corazón, y que en consecuencia desplaza a Dios de Su preeminencia, o lo relega a un lugar secundario en su conciencia.
Revelándonos claramente La Palabra, que la idolatría es un apartamiento deliberado de Dios (Rom. 1:19-23), no siendo como a veces se la presenta, un intento de parte del hombre por alcanzarle a Él. Observándonos Pablo, que el agente activo detrás de toda idolatría, es Satanás y sus “huestes de espíritus malignos en las regiones celestes” (1ª Cor. 10:19-20; Ef. 6:12), siendo su objetivo principal, en primer lugar, robarle a Dios la gloria y la adoración “debida a Su nombre” (1ª Cró. 29:13), y luego “establecerse a sí mismo como objeto de adoración” (Mt. 4:5-8).
Evidenciándonos esto, que toda idolatría es satánica desde su origen, lo cual nos pone de manifiesto el gran deseo que el diablo tiene de ser adorado. Recordemos que su caída se produjo, precisamente, debido a ese despropósito (Is. 14:12-15; Ez. 28:11-19).
Tengamos en cuenta, por la salud de nuestras almas que, la pregunta final del Apóstol en (1ª Cor. 10:22) – ¿Somos más fuertes que ÉL? – nos está señalando que es una “temeridad” provocara Dios, convirtiéndose el creyente que procede de esta manera, en un “necio”,o sea una persona que actúa sin inteligencia, ni discreción, ni sentido de responsabilidad. Tratándose de aquel que lleva las cosas a cabo con ignorancia, imprudencia y presunción arrogante (véase: Pr. 3:35; 17:24; Ec. 2:14; Lc. 12:20; Rom. 1:18,21-23, y los respectivos contextos). Correspondiéndonos a los creyentes comportarnos y andar delante de Dios, permanentemente, “no como necios sino como sabios” (Ef. 5:15), y así “nos alumbrará CRISTO” (Ef. 5:14c).
“Por tanto – nos exhorta el Señor –, no seáis insensatos, sino entendidos de cual sea la voluntad del Señor” (Ef. 5:17), debiendo ser esa voluntad (Jn. 4:23-24), el centro excluyente de nuestra “adoración”. Amén.
. Sobre este punto, debemos tener en cuenta que, cuando Juan nos dice: “Hijitos, guardaos de los ídolos” (1ª Jn. 5:21), no se está refiriendo únicamente a ídolos materiales, sino a los inmateriales también.
Llevándonos esta observación a considerar, entre otros, los siguientes “ídolos”:
a) El “yo”; el “ego”
La Biblia nos enseña ya en los comienzos, que la caída del hombre se debió directamente a este ídolo. Allí leemos que la promesa de Satanás a Eva fue: “Seréis como Dios” (Gén. 3:5). Pudiéndose observar que ésa fue también la causa de la caída del Maligno.
Notemos que el “yo” es un ídolo muy sutil, ya que posee la capacidad de introducirse aún en nuestros momentos más santos y, siempre, con el propósito de desplazar a Dios de Su preeminencia en todas las esferas de la vida del creyente, despertando su vanidad y orgullo, y alentando su “codicia y egoísmo”. Apocándose así la gloria de Dios y la vida espiritual que debe destacarle como buen creyente (1ª Tim. 4:15-16).
También, debe el cristiano liberarse de su “humildad orgullosa”, la cual no es sino “idolatría hacia uno mismo”. Advirtiéndonos el propio Señor que: “Si alguno quiere ir en pos de él, deberá [primero] negarse a sí mismo” (Mt. 16:24). No lo olvidemos.
b) El “esparcimiento”; el “ocio”
Debemos discernir que a veces este “ídolo” hace que “lo bueno” nos prive a los creyentes de “lo mejor”. Ocurriendo esto cuando los sanos y buenos momentos de distracción y descanso, “usurpan y absorben” el tiempo y las energías que debemos dedicar al ministerio y a la adoración debidas a nuestro Dios y Señor. Por tanto, nos sugiere Pablo: “andemos sabiamente... redimiendo el tiempo” (Col. 4:5).
c) El “dinero”, las “posesiones” y los “negocios”
Estos ídolos, muchas veces, pueden alejar el corazón del creyente de las sendas espirituales (1ª Tim. 6:10; Col. 3:5). Así tenemos, que el deseo carnal (“la avaricia”) de obtener riquezas de cualquier modo se asemeja según la Escritura, a la idolatría. Debiendo los cristianos evitar que las posesiones, nos posean a nosotros (Lc. 12:15), privándonos de nuestra espiritualidad y de la capacidad consiguiente para “adorar”.
Y si bien los hijos de Dios debemos ser “diligentes” en lo que hace a los negocios y posesiones terrenales (Mt. 10:16; 1ª Tes. 4:11), debemos, en cambio, sí actuar, “denodadamente,... en los negocios del Padre... fervientes en espíritu, sirviendo al Señor” (1ª Tes. 2:2; Lc. 2:49; Rom. 12:11).
d) Los “placeres” y el “poder”
No es apresurado decir que este mundo de los últimos tiempos es “amador de los deleites más que de Dios” (2ª Tim. 3:4). Es en estos tiempos de la Iglesia de Cristo, tan caracterizada por la indolencia, la autosuficiencia e ignorancia, que “el orgullo”, con su amor por el “poder” y la “preeminencia”, no constituye la atmósfera donde se respira “adoración” al que todo lo Es y merece.
No dudemos que “los placeres y el poder” obnubilan al hombre, evitando que “piense en Dios, en Cristo, en el pecado, en la salvación, en la muerte y en el juicio”. Lamentablemente, ellos también, alejan al “creyente débil” (1ª Cor. 8:7) de su sincera devoción a Dios, resultando así, frecuentemente, que desde el altar de su corazón, en vez de ascender dulce fragancia de adoración al Padre, se extienden sobre él, la lacra que el formalismo y la comunión perdida formaron, debido a “la codicia” que el poder alienta y la práctica de los “mundanos placeres” que la carnalidad provoca. Todo lo cual, además de destruir espiritualmente al hijo de Dios, estorba su adoración y eclipsan la gloria debida al Señor, al olvidarnos de Aquél que fue: “Manso y humilde de corazón” (Mt. 11:28-29), siendo por esta causa que muchas veces no tenemos el tan deseado “descanso para nuestras almas”.
No lo olvidemos e imitemos al que “tomando forma de siervo..., como había amado a los Suyos... los amó hasta el fin” (Jn. 13:1; Fil. 2:7-8). Amén
2) Ni debemos adorar a los “ángeles”
. Si bien los ángeles “son todos – excepto los caídos (2ª Ped. 2:4) – espíritus ministradores, enviados para el servicio a favor de los que serán herederos de la salvación” (Heb. 1:14), las Sagradas Escrituras nos enseñan que ellos adoran a Dios; Su Creador (Neh. 9:6; Ap. 5:1-12) ya Cristo (Heb. 1:6), además de indicarnos que, ellos, nunca deben ser adorados por el hombre (Ap. 19:10; 22:8-9). Hacerlo, sería “actuar vanamente hinchados por nuestra propia mente carnal” (Col. 2:18), y por ende no estar “asidos de la Cabeza [que es Cristo] – impidiéndonos esto – crecer con el crecimiento que da Dios” (Col. 2:19), convirtiéndonos de esta manera en “raquíticos espirituales”, al tener “la conciencia contaminada a causa de nuestra debilidad” (1ª Cor. 8:7c).
Constituyéndose así la oración y la adoración dirigidas a los ángeles, en violaciones directas a la voluntad expresa de Dios para con el hombre, el cual fue creado para “señorear sobre las obras de Sus manos y para adorarle – únicamente – a Él y cantar a Su nombre” (Sal. 8:6a; 66:4). Amén.

3) Tampoco debemos adorar al “hombre”
. No sólo la Biblia nos prohíbe adorar a los ídolos ya sean, literales o figurados y materiales o espirituales, sino que también se nos advierte contra la adoración al “hombre” (Hech. 10:25-26). Llevándonos esta actitud al peligro – a veces inadvertido – de sacar los ojos de Dios y ponerlos en el hombre; habilitando esto a que lo visible opaque al “Invisible” (1ª Tim. 1:17) y lo temporal eclipse al “Eterno” (Col. 1:17). Dando así lugar a la sentencia del profeta: “Maldito el varón que confía en el hombre,... y su corazón se aparta de Jehová” (Jer. 17:5), y a la advertencia de Isaías: “Dejaos del hombre,... porque ¿de qué es él estimado?” (Is. 2:22). Motivo por el cual “... la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres... Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias,... ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén” (Rom. 1:18,21,25).
Por tanto, con temor reverente, recordemos, en nuestro corazón, las palabras de Eliú: “No haré ahora acepción de personas, Ni usaré con nadie de títulos lisonjeros...; De otra manera, en breve mi Hacedor me consumiría” (Job 32:21-22).
Tampoco tenemos permisividad alguna para dirigir nuestras oraciones a hombres o mujeres y menos aún hacia aquellos que habiendo muerto se les llama “santos” o “vírgenes”. Provocando esta mala actitud de invocar a los hombres, la amonestación del mismo Señor, cuando dice: “¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?” (Jn. 5:44). Y, lamentablemente, al igual que aquellos fariseos, el mundo hoy día “ama más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Jn. 12:43).
En este sentido, se le indica al creyente que, únicamente, ore “al Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos” (1ª Tim. 6:17b); “por intermedio de la única mediación de Cristo, para que nuestro gozo sea cumplido” (Jn. 14:13-14; 15:16; 16:23-24); y “bajo la guía y llenura del Espíritu Santo, dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef. 5:18b,20; Jud. 20b).
De este modo no queda duda alguna que la “adoración” a los hombres (o mujeres), vivos o muertos, se halla expresamente prohibida por Dios, al igual que la reverencia indebida tributada a ellos, juntamente con el uso de títulos lisonjeros u honoríficos, que pertenecen sólo a la Deidad (santo padre o santa madre, sublime, divina o divino, dios o diosa, etc... ). Correspondiéndonos a nosotros, Sus hijos en Cristo, decir y hacer, como Pedro y aquellos apóstoles dijeron al sumo sacerdote: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech. 5:29). Amén.
Finalmente nos preguntamos...
c) ¿Desea Dios nuestra adoración?
. Ciertamente que sí, pues Dios desea ser adorado (Mt. 4:10). Y si bien, todo el sentido y sustancia de la Biblia nos enseña que Dios no necesita nada, sin embargo, desea la adoración y la contemplación de Sus hijos creados por É la Su semejanza. Esto lo estableció el mismo Señor cuando estuvo en este mundo y dijo: “Al Señor tu Dios adorarás, y a ÉL sólo servirás” (Lc. 4:8). Siendo ya Su primer mandamiento, el que establece la exclusividad: “No tendrás dioses ajenos delante de Mí” (Ex. 20:3). Revelándonos también la Escritura, que Dios es adorado por los seres angélicos creados por Él (Neh. 9:6; Is. 6:1-3).
Sin embargo el hombre, es un rebelde en este sentido ya que “cambió la gloria del Dios incorruptible por imágenes de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles” (Rom. 1:23). Pero nuestro Dios, desea que el creyente “le adore” racionalmente, y que lo haga “en espíritu y en verdad” (Jn. 4:23; Rom. 12:1).
Ante tanto honor y gloria ¡hagámoslo!, conscientes que el “objeto” de nuestra “adoración” Son el Padre y el Hijo, debiendo efectuarse, la misma, en el poder del Espíritu Santo que mora en nosotros, siendo guiada por la Palabra de Dios, ya que es Ella “la que discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb. 4:12), siendo allí, en nuestro interior, donde se elabora la actitud personal que manifestará éste sentir que el Espíritu nos dio.
Por tanto, con amor reverente, consideremos las palabras del mismo Señor Jesucristo, como las más adecuadas a seguir en este tema tan caro a nuestras almas y a nuestro Padre Celestial: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis” (Jn. 13:17).
¡Que el Trino Dios nos guíe a experimentar esto profundamente en nuestras almas, para la gloria eterna de nuestro buen Dios y Salvador! Amén.
JUAN ANTONIO GARCIA NIETO colaborador de la revista evangélica Momento de Decisión, maestro de la Palabra, enseña en el instituto BIBLICO JORGE MULLER Tomado de: http://www.mdedecision.com.ar/149/index.html
http://encuentrame-sipuedes.blogspot.com

Comentarios

dalton.curvello ha dicho que…
Caro irmão.
Excelente postagem, realmente abençoada e cheia do poder de Deus!
Que Deus esteja sempre abençoando sua vida e ministério.
GRAÇA E PAZ !
Dálton Curvello

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