La Bienaventuranza de no Poseer Nada

Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de Dios. Mateo 5:3
Antes que Dios creara al hombre, preparó para él un mundo lleno de cosas hermosas
para su sustento y deleite. Todo lo que Dios creó fue para el bienestar del hombre, pero era indispensable que todo estuviera subordinado a él. El Génesis las llama simplemente “cosas.” Fueron creadas para su uso y siempre debían ser
externas a él. Allá en lo profundo del corazón del hombre debía haber un sitio ocupado únicamente por Dios; afuera, podían estar los mil dones conque Dios lo había bendecido.
Pero el pecado introdujo complicaciones, e hizo que los dones de Dios se
convirtieran en instrumentos dañinos para el alma.
Nuestros infortunios comenzaron cuando Dios fue “forzado” a salir de su santuario, y las
“cosas” ocuparon su lugar. Por eso no tenemos paz, porque hemos quitado a Dios
del trono de nuestro corazón, y tenaces y agresivos usurpadores pelean por el
primer lugar.
Esto no es una simple metáfora, sino el análisis de nuestra verdadera condición
espiritual. Dentro del corazón humano hay una raíz de mala naturaleza que le
insta a poseer más, y siempre más. Codicia “cosas” con fiera y desenfrenada
pasión. Los pronombres posesivos “mi” y “mío” parecen inocentes en letra
impresa, pero son de un terrible significado en la vida. Ellos expresan, mejor
que mil volúmenes de teología, lo que es la verdadera naturaleza del hombre.
Son los síntomas verbales de la más profunda enfermedad humana. Las cosas
materiales han echado raíces tan hondas en nuestro corazón que no queremos
arrancarlas por temor a morir. Las “cosas” han llegado a sernos indispensables,
lo que nunca debió haber ocurrido. Los dones de Dios han llegado a ocupar el
lugar de Dios y esto ha trastornado todo el orden de la naturaleza. Nuestro
Señor Jesucristo se refería a la tiranía de las cosas cuando dije a sus
discípulos, “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque cualquiera que quiere salvar su vida, la perderá, y cualquiera que perdiere su vida por causa de mí, la hallará.” (Mateo 16:24, 25)
Dividiendo en fragmentos esta verdad, a fin de entenderla mejor, vemos que hay dentro de
nosotros un enemigo cuya presencia toleramos con grave peligro. Jesús lo
denominó “vida” o “nuestra vida,” o como diríamos nosotros, nuestro propio ser,
cuya principal característica es el deseo de poseer. Así lo demuestran las
palabras “ganancia” y “provecho.” Permitir a este enemigo vivir, terminará al
final con todo. En cambio repudiarlo, y con él repudiar el mundo de las cosas,
dará como resultado final la vida eterna con Cristo. Se insinúa también cual es
la única manera de acabar con este enemigo: por medio de la Cruz. “Tome su cruz
cada día, y sígame.”
La mejor manera de adquirir mayor conocimiento de Dios es pasando por valles
sombríos de tristeza y soledad. Los bienaventurados que poseen el reino son
aquellos que han repudiado todo lo externo, y han desarraigado del corazón todo
deseo de poseer cosas. Estos son los verdaderos “pobres en espíritu” En su vida
interior han llegado a ser semejantes a los mendigos que deambulaban por las
calles de Jerusalén. Ese es el significado de la palabra “pobre” en labios de
Cristo. Esos bienaventurados pobres han dejado de ser esclavos de la tiranía de
las cosas. Han roto el yugo del opresor, hallando la liberación, no por medio
de luchas, sino por medio de la rendición. No teniendo deseos de poseer nada,
‘llegan a poseerlo todo”, “De ellos es el reino de los cielos”
Permitidme que os exhorte a tomar esto seriamente. No lo toméis como una simple enseñanza
bíblica más, para alojarla en un rincón de vuestra mente junto a otra masa
inerte de doctrinas. Lo que digo es un indicador del camino hacia los verdes
pastos, es una senda labrada en la empinada cuesta de la montaña de Dios. Si
queremos continuar en la sagrada búsqueda, no debemos tomar otro camino fuera
de este. Y debemos ascender paso a paso. Si nos negamos a dar un paso, dejamos
de subir.
Como ocurre a menudo, este principio neo testamentario de vida espiritual tiene su
ilustración en el Antiguo Testamento. En la historia de Abraham e Isaac tenemos
una descripción dramática de lo que es la vida completamente rendida, y al
mismo tiempo un comentario a la primera bienaventuranza.
Cuando Isaac nació Abraham ya era un hombre bien entrado en años. Tenía edad
suficiente para ser el abuelo del que ahora era su hijo. El niño no tardó en
convertirse en el ídolo y el deleite de su padre.
Desde el primer momento que Abraham lo alzó en sus brazos, se constituyo en el
esclavo de amor de su hijo. Dios no tuvo a menos comentar este intenso amor
paternal, y esto es fácil de comprender. El niño representaba todo aquello que
más amaba y reverenciaba el anciano patriarca: las promesas de Dios, los
pactos, las esperanzas acariciadas durante años y los sueños mesiánicos tantas
veces soñados. A medida que el niño iba creciendo de la infancia a la juventud,
el corazón de Abraham se ligaba más y más con él, hasta que esta estrecha
relación llegó a hacerse peligrosa. Fue entonces que Dios intervino en las
vidas del padre y el hijo para salvar a ambos de las consecuencias de un amor
demasiado humano.
Dios le dijo a Abraham, “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” (Génesis 22:2).
El escritor sagrado no nos dice de la agonía de aquel padre, en la noche que pasó
junto a las colinas de Beerseba, cuando estuvo a solas con Dios. Pero podemos
imaginarla respetuosamente.
Es posible que esta agonía no volviera a producirse en ningún otro hombre, hasta
aquella noche en el huerto de Getsemaní, cuando Uno, mucho más grande que
Abraham, luchó también con Dios. Hubiera sido mucho más preferible que el
propio anciano fuera el que tenía que morir.
Hubiera sido mucho más soportable, porque ya era muy viejo, y la muerte no hubiera sido
penosa para uno que estaba acostumbrado a caminar con Dios. Además Abraham se
hubiera sentido dichoso de contemplar por última vez a su hijo, en quien habían
de cumplirse las antiguas promesas de Dios.
¡Cómo podría sacrificar al muchacho, aun cuando pudiese apaciguar su corazón y
realizar el sacrificio! ¿Y cómo habría de cumplirse la promesa de Dios, “en
Isaac te será llamada descendencia”? Esta fue la prueba de fuego para Abraham y
él no falló en el momento crucial.
Mientras las estrellas todavía brillaban sobre la tienda en que dormía Isaac, y antes
que la cenicienta luz del alba comenzara a clarear por el oriente, el viejo
santo había hecho su decisión.
Ofrecería su hijo en holocausto, tal como Dios le había dicho, plenamente convencido que
Dios lo haría resucitar de entre los muertos Esta, dice la carta a los Hebreos,
fue la solución que halló aquel adolorido corazón en la hora más negra de su
vida. Y “muy de mañana” se levantó para cumplirla. Es precioso ver cómo, aunque
Abraham había errado en comprender los métodos de Dios, estaba acertado en la
comprensión de las intenciones de su corazón. La solución concuerda con lo que
dice el Nuevo Testamento: “El que perdiere su vida por amor de mí, la hallará”
Dios dejó que el afligido anciano fuese hasta el punto en que no había retorno.
Luego, impidió que hiciera daño al muchacho. En efecto, le está diciendo al
patriarca, “Nunca fue mi intención sacrificar al muchacho. Lo que yo quería era
quitarlo del templo de tu corazón para poder reinar yo en él, sin que nada, ni
nadie, puedan disputarme ese lugar. Quise corregir la dirección de tu amor.
Ahora puedes contar con tu hijo sano y bueno. Regresa con él a la tienda; ya sé
que temes a Dios, pues no me has rehusado tu hijo, tu único.”
Después de esto se abrieron los cielos, y se oyó una voz que dijo: “Por mí mismo he jurado, dice Jehová, quepor cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único, bendiciendo
te bendeciré, y multiplicando multiplicaré tu simiente como las estrellas del
cielo, y como la arena que está a la orilla del mar; y tu simiente poseerá las
puertas de sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las familias de la
tierra, por cuanto obedeciste a mi voz” (Génesis 22:16-18)
El anciano varón de Dios levantó la cabeza para responder a la voz y se detuvo
allí sobre el monte, fuerte, puro y grande; un hombre a quien Dios había
elegido para un fin especial, el amigo preferido del Altísimo. Abraham era pues
un hombre totalmente rendido a Dios, completamente sometido a él, y sin nada
que pudiera llamar suyo. Había puesto todo en su amado hijo, y Dios se lo había
quitado.
Dios pudo haber comenzado de a poco, trabajando en la periferia de la vida de
Abraham, pero prefirió ir directamente al corazón y hacer la separación con un
solo tajo. Así economizó tiempo y dolor, y la acción fue efectiva.
He dicho que Abraham no tenía nada que pudiera llamar suyo. Pero, ¿no era rico
este hombre? Tenía siervos, ovejas, camellos, ganado y bienes de toda clase.
Además tenía a su esposa, y sus amigos, y lo que era mejor aún, tenía a Isaac, su
hijo. Tenía de todo, pero nada era suyo. Este es el secreto espiritual, la
dulce teología del corazón que se aprende en la escuela del renunciamiento. Los
libros de teología sistemática no hablan de esto, pero los entendidos lo
comprenden.
Después de esta amarga, pero bendita experiencia, creo que las palabras “mi” y “mío,”
adquirieron otro significado para Abraham. El sentido de posesión que ellas
conllevan había desaparecido de su corazón. Las cosas se habían ido para
siempre. Era algo externo al hombre.
Ya no tenían lugar alguno en el corazón de Abraham. El mundo podía decir, “Abraham
es rico,” pero el anciano por dentro sonreía. No podía explicárselos a ellos,
pero él sabía que nada poseía. Sus tesoros verdaderos eran internos y eternos.
Sin duda alguna el hábito de apegarse a las cosas materiales es uno de los más
dañinos de la vida. Hábito que por ser tan natural, pasa tantas veces
desapercibido. Pero sus resultados son desastrosos.
Con
harta frecuencia negamos dar nuestros bienes al Señor por el temor de
perderlos, especialmente cuando dichos tesoros son miembros de nuestra familia,
o amigos queridos. Pero no tenemos razón para abrigar tales temores. Nuestro
Señor no vino para destruir sino para salvar. Todo lo que encomendamos a su
cuidado está seguro. La verdad es que no hay nada que esté realmente seguro si
no se lo encomendamos a él.
También debemos entregarle nuestros dones y talentos. Debemos reconocer que son
simplemente préstamos que Dios nos ha hecho, y no debemos suponer que son
propiedad nuestra. No debemos reclamar méritos por talentos o habilidades como
no debemos alabarnos, por el color de nuestro pelo o nuestros ojos. “Porque,
¿quién te distingue? ¿O qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste,
¿de qué te glorías, como si no hubieras recibido?” (1Corintios 4-7)
El cristiano suficientemente despierto reconocerá esta maligna tendencia de su
corazón, y le apenará el hecho de que ella exista. Si su anhelo de conocer más
profundamente a Dios es lo bastante fuerte, querrá hacer algo para remediar el
mal. La pregunta es, ¿qué es lo que puede hacer?
Lo primero de todo es poner aparte todo intento de defensa y no hacer ningún
intento de justificarse ante sus propios ojos o los ojos de Dios. Quien quiera
que trate de defenderse a sí mismo, no tendrá quién acuda en su defensa, pero
si se presenta indefenso delante de Dios, su defensor será el propio Dios. El cristiano
deseoso de mejor vida espiritual debe olvidarse de cualquier treta resbaladiza
que imagine su corazón, y presentarse franca y humildemente delante de Dios.
También debe tener presente que este es un asunto santo. Ningún tratamiento superficial
o descuidado arreglará la situación. El que quiera recibir la ayuda y bendición
de Dios, debe acercarse a él con la plena y absoluta determinación de que él le
oiga. Debe insistir en que Dios acepte todo, y tome todas las cosas que hay en
su corazón, y que el Señor mismo venga a ser el rey. Tal vez sea necesario que
mencione cada cosa y cada persona por nombre. La persona que lo haga así, con
franqueza, con sinceridad, sin reservas de ninguna clase, acortará el tiempo de
su agonía, reduciéndolo de años a minutos, y entrará a la tierra prometida
mucho antes que los que creen que a Dios hay que tratarlo con mucha precaución.
No debemos olvidar que estas verdades espirituales no se aprenden por repetición,
como se aprenden las reglas de la física y otras ciencias. Las verdades divinas
se aprenden por experiencia, sintiéndolas antes de poder saber lo que son. Si
queremos conocer las bendiciones de Abraham debemos sentir en carne propia sus
mismas angustias y agonías. La antigua maldición no desaparece sin producir dolores.
El viejo miserable que hay dentro de nosotros no se rinde, ni muere, acatando
nuestras órdenes. Ha de ser arrancado de nuestro corazón como se arranca una
mala hierba fuertemente adherida a la tierra. Es necesario extraerlo con dolor
y derramamiento de sangre, igual que una muela que se extrae de la mandíbula.
Debe ser expelido fuertemente del alma, de la misma manera que Jesús echó a los
mercaderes del templo. Por nuestra parte debemos resistir la tentación de tener
lástima de nosotros mismos, uno de los pecados más reprensibles de la
naturaleza humana.
Si deseamos conocer a Dios en una creciente intimidad, debemos renunciar a todo
deseo de propia complacencia. Tarde o temprano, Dios nos someterá a esta
prueba. Cuando Dios pidió a Abraham que sacrificara a Isaac, el patriarca no
sabía que Dios lo estaba probando. Si él hubiera asumido otra actitud diferente
de la que asumió, la historia del Antiguo Testamento hubiera sido muy
diferente.
Dios hubiera hallado otro hombre como el que buscaba, y Abraham se hubiera hundido
en el anonimato. De igual modo a cualquiera de nosotros puede llegarnos la
prueba en cualquier momento, quizás sin que nos demos cuenta de que es una
prueba. En el momento de prueba no habrá más que una sola alternativa, y todo
nuestro porvenir dependerá de la elección que hagamos.
Padre, ansío conocerte, pero mi cobarde corazón teme dejar a un lado sus juguetes. No
puedo deshacerme de ellos sin sangrar interiormente, y no trato de ocultarte el
terror que eso me produce Vengo a ti temblando, pero vengo. Te ruego que
arranques de mi corazón todo eso que ha sido tantos años parte de mi vida, para
que tú puedas entrar y hacer tú morada en mí sin que ningún rival se te oponga.
Entonces harás que tu estrado sea glorioso, no será necesario que el sol arroje
sus rayos de luz dentro de mi corazón, porque tú mismo serás mi luz, y no habrá
más noche en mí. Te lo imploro en el nombre de Jesús, amén.
A. W. Tozer
Cristianismo
Histórico.

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