El hombre en la presencia de Dios
“Quiero, pues, que los hombres oren en
todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda”.
1 Timoteo 2.8
Por D. Martín Lloyd – Jones.
De todas las actividades en que se ocupa el cristiano, y que forman parte vital
de su vida, quizás no haya otra que cause tanta perplejidad y de la cual surjan
tantos problemas, como aquella que denominamos “la oración”. Esto es realidad
en todo tiempo pero adquiere mayor relevancia durante períodos de adversidad o
de crisis como por ejemplo la de una guerra. Durante la primera guerra mundial
fue muy evidente, y por cierto llegó a ser un problema mucho más agudo y
acuciante durante la segunda guerra mundial. Fue un problema que preocupó a
multitudes y les impulsó a preguntar por qué Dios no escuchó las oraciones que
les fueron elevadas por tantos desde que comenzó la crisis en septiembre de
1938, y que podría haber evitado la concreción de aquella guerra tan espantosa.
Es por tanto nuestro propósito enfocar nuestra atención junto con la del lector
sobre este tema de importancia tan vital.
En momentos de tensión y adversidad los
hombres y las mujeres instintivamente comienzan a orar.
Están conscientes de que su
suerte y el destino de sus seres queridos está en manos de poderes más fuertes
que ellos. Sienten que no pueden controlar los eventos y las circunstancias
como creen poder hacerla en tiempos normales, de modo que se vuelven a Dios. La
mayoría de las personas piensan en Dios y se acuerdan de las posibilidades de
la oración cuando están desesperadamente necesitados, a pesar de que en otros
momentos sus mentes rara vez se toman en esa dirección. Necesitan algo y lo
necesitan urgentemente, de modo que se dirigen a Dios y le ruegan que les
conceda su pedido. Aguardan expectantes la respuesta.
Están más ocupados en acción religiosa, de
lo que jamás han estado antes. Pueden o no haber sido formalmente religiosos y
quizá esperaban poco o nada de la religión.
Pero ahora ponen su confianza en ella y
esperan grandes cosas. Todo esto, en relación con la oración.
Es por ello que durante
tiempos de crisis se habla y se escribe mucho sobre este tema. Esta es una
razón por la cual debiéramos considerar este asunto, pero hay además otras dos
consideraciones prácticas que nos impelen a hacerla.
No hay aspecto de la vida
cristiana, creo a veces, acerca del cual se habla, se piensa y escribe tan
livianamente. Esto se debe en gran medida al hecho de que aquellos que lo
intentan lo hacen en la forma que hemos indicado. Impulsados por su necesidad
echan mano de la oración, sin pensar o estudiar verdaderamente acerca de la
naturaleza de la misma. A menudo son alentados a hacerla siguiendo una
enseñanza que parece sugerir que lo único que necesitan hacer es orar y todo se
arreglará. Así se crean expectativas, y se nutren esperanzas, pero se ignoran
totalmente las condiciones que deben ser cumplidas en la oración. Todo esto
ineludiblemente crea problemas. La oración no recibe la respuesta que el
suplicante desea; y a veces, los eventos pueden resultar totalmente contrarios
a su pedido. De inmediato dichas personas caen no sólo en un estado de duda y
perplejidad sino a menudo en una condición de crítica abierta de Dios, que
finalmente lleva a la pérdida total de la fe. Esto ocurrió con gran número de
personas durante la última guerra mundial.
Habían orado por la seguridad de sus hijos o
por alguna otra persona conocida.
El pedido no fue concedido,
según ellos creían, con el resultado que perdieron la fe y, reteniendo en su
corazón esta queja contra Dios, dejaron de tener interés alguno en la religión.
Es quizá la experiencia más común de la mayoría de los pastores, el tener que
tratar con preguntas acerca de la naturaleza de la oración, y los problemas que
surgen como resultado de alguna desilusión relacionada con ella.
Hay otras preguntas
generales que surgen como resultado de una calamidad tal como la guerra que
esperamos abordar más adelante. Pero el problema de la oración debe ser
considerado primero porque con mucha frecuencia es la pregunta práctica que da
origen a otras dudas. El momento de considerar esto y preparamos es ahora,
mientras hay todavía libertad y tiempo para hacerla. Cuando los sentimientos
están heridos y las susceptibilidades traumatizadas, se torna mucho más difícil
hacer algo en forma objetiva.
Antes de exponer nuestro
texto será bueno considerar algunos de los errores más comunes que existen con
respecto a la oración. Una de las causas más comunes de dificultad y desilusión
es que con demasiada frecuencia abordamos este tema sólo en relación a las
respuestas a la oración. Se considera a la oración como un mecanismo diseñado
para producir ciertos resultados.
Necesitamos algo y creemos que todo lo que
tenemos que hacer es pedirlo y Dios nos lo concederá.
No nos detenemos a pensar
cómo debemos acercarnos a Dios y si tenemos el derecho de hacerla. La idea de
adorar a Dios y ofrecerle culto no se toma en cuenta. No consideramos nuestras
respectivas posiciones ni nos acordamos de que Él es “el Alto y Sublime, el que habita la eternidad” y que nosotros
somos totalmente pecaminosos y que nuestra bondad y justicia son como “trapo de inmundicia” en su
presencia. Ni siquiera se nos ocurre escuchar a Dios y esperar en su presencia.
Dios no es más que un agente a quien nos tornamos sólo cuando deseamos hacerlo,
cuya función principal es concedernos nuestras peticiones.
Cuando comparamos nuestras
oraciones con las que encontramos registradas en la Biblia, como por ejemplo
las pronunciadas por Moisés, Daniel, Isaías y los apóstoles, y especialmente
cuando observamos el orden y el lugar dado a las peticiones en sí en la oración
modelo enseñada a los discípulos por nuestro Señor, es evidente que tendemos a
omitir lo que es más importante, lo primario, y nos concentramos sólo en
peticiones y en la gratificación de nuestros deseos personales, y egoístas. Es
por esto que la vida de oración de muchas personas es tan espasmódica e
irregular en tiempos normales y se torna urgente y regular sólo en momentos de
desesperante necesidad.
Otra tendencia íntimamente
relacionada con ésta es pensar exageradamente sobre lo que Dios debiera hacer.
Ya hemos visto que no nos detenemos a considerar la naturaleza de Dios con
respecto a nuestro acceso a El. Del mismo modo no consideramos su naturaleza e
infinita sabiduría antes de decidir acerca de lo que Dios debiera hacer. No
vacilamos en presumir que lo que nosotros pensamos que es correcto debe
necesariamente estar bien, y que, por tanto, Dios debe concedernos nuestras
peticiones precisamente en la forma en que se las presentamos. Lamentablemente
pocas veces nos detenemos a considerar cual sería la voluntad de Dios con
respecto a determinado asunto. ¿Con cuánta frecuencia procuramos realmente
formarnos una idea de la voluntad de Dios en determinada situación? ¿Cuántas
veces procuramos descubrir y conocer la voluntad de Dios por medio de la oración?
En lugar de pedirle que El haga su voluntad, y decirle:
“Tu voluntad, oh, Señor por difícil que
sea”
Sencillamente le pedimos que El haga nuestra
voluntad y cumpla nuestros deseos.
En lugar de humillamos ante
El pidiéndole que nos revele su voluntad, a menudo casi llegamos a ordenarle a
Dios y dictarle lo que debe hacer. Es porque ya hemos decidido en nuestras
mentes lo que debe suceder, que estamos tan mortificados y dispuestos a dudar
de la bondad de Dios cuando no se cumple. Esto es cierto no sólo de nuestras
oraciones personales sino también de las que ofrecemos por nuestra nación, y
quizá también por la condición del mundo entero.
Otro problema muy común es
arribar a conclusiones generales y contundentes en base a testimonios de
oraciones contestadas que leemos en la Biblia, o en base a otra literatura de
la Iglesia. El problema es que concentramos toda nuestra atención en un solo
aspecto del asunto e ignoramos por completo el otro, que enfatiza las
condiciones que deben ser cumplidas en todos los casos. Leemos acerca de un
hombre como Jorge Müller o algún otro santo cristiano. Observamos que todo lo
que tenía que hacer, aparentemente, era presentar su petición a Dios. Oró, hizo
ciertas peticiones y éstas fueron contestadas. Parecía no haber límite alguno a
la disposición de Dios para dar y responder. La oración era ofrecida y la
respuesta llegaba.
Arribamos a la conclusión,
por tanto, que sólo tenemos que orar y hacer conocer nuestra petición a Dios. Y
cuando no recibimos la respuesta precisa que deseamos, nos enojamos, nos
sentimos heridos y comenzamos a dudar de Dios. El problema se debe precisamente
al hecho de que no hemos cumplido las condiciones. No hemos notado la
diferencia entre la vida que llevó Müller y nuestras vidas. Se nos ha escapado
totalmente el hecho de que él sentía ser llamado por Dios para ejercitar este
ministerio particular de oración y fe, y sabía que la misión primordial de su
vida era proclamar la gloria y la gracia de Dios de esa forma. No hemos
comprendido que las respuestas en sí y el recibir contestaciones precisas eran
cosas secundarias para Müller, y que su objetivo primordial siempre fue la
gloria de Dios. En verdad, es posible que no percibamos las luchas que tuvo ni
la disciplina rígida que se impuso a sí mismo. Lo que es verdad de Müller es
verdad de todos los otros que recibieron tan llamativas respuestas a sus
oraciones. Deseamos recibir todas las bendiciones que recibieron los santos
pero olvidamos que ellos eran santos. Nos preguntamos: ¿Por qué Dios no
responde a mi oración como lo hizo con ese hombre? Debiéramos preguntarnos:
¿Por qué no he vivido la
clase de vida que ese hombre vivió? Además, como he sugerido, hay tal cosa como
un llamado especial a un ministerio de intercesión.
Entre las “diversidades de dones” dispensados
por el Espíritu Santo, San Pablo menciona el “don de fe”; seguramente es esa fe especial que se manifiesta
por medio de la oración. Si sólo comprendiésemos estas cosas, creo que
descubriríamos que en muchas de nuestras peticiones hemos sido culpables de
presunción.
Un aspecto más al que
debemos hacer referencia es la falta de discriminación entre verdaderas
respuestas a la oración y circunstancias que pueden parecer respuestas a la
oración. Este es un tema difícil y del cual debemos hablar con cuidado.
Sin embargo debemos
abordarlo aunque más no sea por la sencilla razón de que la mayoría que se
equivoca en este sentido son personas espirituales y religiosas, y deseosas de
contar las maravillas de la gracia de Dios a otros. Esto es muy natural.
Desean mostrar a otros pruebas
reales y vivas de la intervención directa de Dios en asuntos humanos, ansían
demostrar muestras inequívocas de su amor. Siempre están a la expectativa
buscando ejemplos de esto. ¡Con cuánta facilidad, entonces, no discriminan como
debieran! El Nuevo Testamento en su enseñanza nos exhorta y urge a que lo
hagamos. Nos insta a examinarlo todo y retener solamente aquello “bueno”. Nos dice que hay fuerzas y
poderes malignos obrando en este mundo que son tan hábiles, tan poderosas y tan
sutiles en sus esfuerzos por imitar las obras de Dios, que aun pueden engañar a
los “elegidos” (Mt. 24.24).
Las señales y maravillas
deben ser examinadas y zarandeadas, no sea que en nuestro celo atribuyamos a
Dios lo que en realidad es obra del diablo. Llevando esto a un terreno más
práctico, ¿no existe el peligro, a veces, de confundir entre una mera
coincidencia y respuestas a la oración? También hay fenómenos extraños de
telepatía, transferencia mental y toda esa gran esfera que sólo estamos
comenzando a explorar. Algunos afirman que Dios guía el pensamiento de una
persona a la otra. Si lo hace o no, no es eso lo que la Biblia significa por
oración contestada. Ni tampoco es lo que siempre ha sido aceptado como la
correcta evaluación de este asunto, es decir que Dios actúa y no sólo que El
dirige nuestras actividades.
Está también toda la gama de
fenómenos psíquicos y el problema del espiritismo. Es vano negar ciertos
fenómenos bien atestiguados pero es vital que comprendamos la naturaleza de los
agentes que producen tales fenómenos, y que podamos discriminar entre la
manifestación de espíritus malignos y la obra de gracia del Espíritu Santo. Ni
siquiera he mencionado el poder de la sugestión y la importancia de un
diagnóstico médico acertado en los casos de curas en respuestas a la oración.
Todo el tema es complicado y
difícil y muchos pueden tildar de incrédulos a los que se plantean estas dudas.
Sin embargo, a la luz de la enseñanza del Nuevo Testamento son vitales.
Exorcistas judíos y los proveedores del arte de magia negra pueden hacer cosas
extraordinarias. Janes y Jambres podían competir con Moisés hasta cierto punto.
Nada tiende a desacreditar al evangelio más que las afirmaciones extravagantes,
o reclamos que tienen una explicación natural. No vacilo en decir que debemos
tener cuidado de atribuir a la directa intervención de Dios solamente lo que no
podemos explicar por ninguna otra hipótesis. De no ser así eventualmente
llevará a confusión mental que desembocará en desilusión y tristeza.
Estas son, entonces, las
fuentes comunes de error y problemas. Las hemos considerado extensamente
basados en el principio de que exponer la naturaleza de un problema equivale a
más del cincuenta por ciento de su solución. Instrucciones positivas solamente
no son suficientes. Habiendo considerado las causas del problema vemos que
surge un primer gran principio. Esto es que nada es de tan vital importancia en
relación con la oración como un enfoque correcto. Es por errar en esto que
erramos en lo demás. Culpamos a Dios y lo cuestionamos. El verdadero problema
es que no nos hemos enfrentado a nosotros mismos. Si sólo lo hiciéramos, no
formularíamos la mitad de nuestras preguntas, o por lo menos podríamos
responderlas nosotros mismos.
Nuestro texto tiene que ver
precisamente con nuestro enfoque. Por eso es tan importante en momentos
cruciales que lo estudiemos cuidadosamente y cumplamos sus enseñanzas. Una vez
que descubrimos cómo orar, cómo enfocar la oración, se resolverá el problema de
qué debemos pedir, y también el difícil problema de las respuestas a la
oración. Lo que le digo a Dios en oración está completamente subordinado a la
manera en que me acerco a Dios. Lo que soy y lo que he hecho antes de comenzar
a hablar con Dios son de mucha más importancia que mis palabras en sí. Debo concentrarme
en primera instancia, no sobre mis oraciones o las respuestas que deseo, sino
sobre mí mismo y mi derecho de orar o no. ¿Cómo debemos orar? ¿Qué derecho
tenemos de orar? San Pablo responde así: “Quiero,
pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni
contienda”. Allí están las condiciones que gobiernan la actividad
llamada oración que consideraremos brevemente.
1. La primera condición es que debemos
levantar “manos santas“. No nos referimos ahora a la
postura en la oración, ni tampoco al hecho de que los judíos generalmente
oraban de pie elevando sus manos a Dios. No nos detendremos en el hecho de que
era una costumbre judía lavarse las manos antes de tomar parte en un acto de
adoración. Eso era un mero símbolo exterior utilizado para enfatizar el
principio que el apóstol desea destacar. Las manos limpias, las “manos santas” indican y representan
un carácter santo. Eso siempre debe ser lo primordial al acercarnos a Dios. “La santidad sin la cual nadie verá al
Señor”. “Muy limpio eres de ojos para ver el mal”. Nada hay más
contrario a toda la enseñanza de la Biblia como la premisa de que cualquiera en
cualquier momento, sin reunir condición alguna, puede acercarse a Dios en
oración. En verdad, el primer efecto del pecado y el principal resultado de la
caída, fue quebrar la comunión que existía entre Dios y el hombre. El hombre,
por medio del pecado, perdió el derecho de acercarse a Dios y en verdad, dejado
a sí mismo jamás podría acercarse. Pero Dios en su maravillosa gracia abrió el
camino para que el hombre se acerque a El. Ese es el significado de toda la
enseñanza acerca de las ofrendas y los sacrificios en el Antiguo Testamento,
como también del ceremonial del tabernáculo, del templo, y el sacerdocio
Aarónico.
Sin estas cosas el hombre no
puede acercarse a Dios. Podemos tener comunión con El sólo de este modo y de
acuerdo a lo que Él ha dictaminado. No hay otro acceso. Pero más allá de todo
lo que encontramos en el Antiguo Testamento, el pleno significado de su venida,
y de la vida, muerte, resurrección y ascensión de nuestro bendito Señor es que
nos proveen de un “camino nuevo y vivo”
a la misma presencia de Dios. “Yo soy
el camino, la verdad, y la vida, nadie viene al Padre, sino por mí”.
Es evidente, por tanto, que
lo primero que tenemos que considerar cuando nos acercamos a Dios en oración es
nuestro propio pecado. La primera pregunta debe ser: “¿Cómo puedo acercarme a
Dios? ¿Qué derecho tengo de hacerlo? Para el cristiano la respuesta surge de
inmediato y es que por “la sangre de Jesucristo” hay propiciación por nuestro
pecado y nos limpia permitiendo que nos acerquemos a Dios. Pero eso no
significa que porque hemos creído en Cristo podemos vivir como nos place y
encontrar que el camino a Dios está abierto. Transgredimos, somos pecaminosos y
por tanto necesitamos arrepentimos y pedir perdón nuevamente. El
arrepentimiento no es mera tristeza por el pecado, ni es sólo remordimiento. Es
una tristeza divina que incluye un elemento de odio al pecado y una
determinación de abandonarlo y vivir una vida santa. En otras palabras,
comprender esta necesidad de limpieza y esta determinación de mantener nuestras
“manos santas” son esenciales para acercamos a Dios y evidentemente tienen
prioridad en toda cuestión relacionada con respuestas a nuestra oración.
Esto se enfatiza con
frecuencia en la Biblia. ¿Recordamos las palabras del salmista? “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la
iniquidad, el Señor no me habría escuchado” (Sal. 66.18). Significa que
si abriga pecado en su corazón Y rehúsa dejar de lado ese pecado en verdad no
tiene derecho de esperar que Dios escuche su oración. Si su propio corazón le
condena “el que escudriña los
corazones por cierto lo hará también. Tomemos otra ilustración.
¿Recordamos esas palabras significativas que Dios habló en Jeremías 15.1?
Jeremías estaba orando por su pueblo y esto es lo que Dios le dijo:
“Si Moisés y
Samuel se pusieran delante de mí, no estaría mi voluntad con este pueblo;
échalos de mi presencia, y salgan”. ¿Por qué Moisés y Samuel? Porque eran hombres
santos. Es como si Dios dijera a Jeremías: “Si los mejores hombres que jamás han rogado ante mí por este pueblo
pidieran, no podría concederles su petición”. Hay un pasaje similar en
Ezequiel 14.14 donde leemos: “Si
estuviesen en medio de ella estos tres varones, Noé, Daniel y Job, ellos por su
justicia librarían únicamente sus propias vidas, dice Jehová el Señor”.
Nuevamente la explicación es la misma. Hay una hermosa ilustración del mismo
punto en el relato de la sanidad del ciego en el capítulo 9 del evangelio de
Juan.
El hombre que había sido
sanado era examinado e interrogado por los fariseos y estaban procurando que
dijera que Jesús no podía haberle sanado porque Él era “un pecador”. El hombre responde:
“Sabemos que
Dios no oye a los pecadores, pero si alguno es temeroso de Dios, y hace su
voluntad, a ése oye”. Con el mismo énfasis, recalca nuevamente la vital importancia y
necesidad de “manos santas” si
queremos que nuestras oraciones sean contestadas. Recordamos también la
conocida frase de Santiago: “La
oración eficaz del justo puede mucho”. Un espíritu ferviente y un deseo
profundo no son suficientes.
Es el “justo” que tiene derecho de esperar
los resultados que desea. Las promesas de Dios nunca están exentas de
condiciones. Dios no nos ha prometido concedemos todas nuestras peticiones
incondicionalmente; y la primera condición siempre es ésta de “manos santas”. Es sólo al procurar
conformar nuestras vidas a su patrón y decidir vivir de acuerdo con su santa
voluntad que verdaderamente tenemos derecho de orar a Dios y de llevar nuestras
peticiones ante su trono.
¿Todavía nos sentimos con
derecho a hacer preguntas acerca de Dios y de por qué no ha respondido a
nuestras oraciones?
2. La segunda condición es “sin ira”. Es sumamente importante comprender el significado exacto de esta palabra “ira”. No significa lo que
generalmente se sugiere por su uso. No significa tanto enojo, o la expresión o
manifestación de enojo, como una disposición desamorada; no una violenta
exacerbación de mal genio sino una condición permanente de mala voluntad y
resentimiento. El énfasis aquí no es sobre la forma en que el hombre considera
a Dios y se acerca a El, sino en la forma en que se acerca y cómo considera a
sus prójimos, sus vecinos. Además de esto, quizá, está todo lo relacionado con
el espíritu del hombre; no sólo sus acciones sino también su enfoque y su
actitud hacia otros y hacia la vida. ¡Esto es de vital importancia!
Lamentablemente todos tendemos a fallar en este punto.
A menudo hay un
resentimiento en nuestros corazones, aun contra Dios, mientras oramos a El.
Pensamos que tenemos un verdadero motivo de rencor y una queja genuina.
Sentimos que hemos sido agraviados. Sin embargo, sentimos que dependemos de
Dios de modo que le solicitamos favores. Consideramos que Él está contra
nosotros, que no es justo con nosotros, y sin embargo, estando en esta
condición le pedimos que nos bendiga y esperamos que lo haga. Dios dice acerca
le los hijos de Israel: “Este pueblo…
con sus labios me honra pero su corazón está lejos de mí”.
Este mismo espíritu también
se manifiesta en nuestra actitud hacia nuestro prójimo. Puede ser un
sentimiento de amargura, envidia, malicia en nuestro corazón, o negarnos a
perdonarlos por algún mal, verdadero o imaginario, que nos han hecho.
Sin embargo, aunque esta sea
la actitud hacia ellos esperamos que Dios nos perdone y nos conceda las
respuestas deseadas a nuestras peticiones. En esto también somos condenados por
la enseñanza del Nuevo Testamento. Recordemos las palabras de nuestro Señor en
el Sermón del Monte: “Por tanto, si
traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo
contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero
con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”. También en la
oración del Señor se nos enseña a pedirle a Dios que perdone nuestras deudas “como también nosotros perdonamos a nuestros
deudores”. Además en el evangelio de Mateo (18.23-35) está registrada
la parábola donde nuestro Señor describe al siervo malo que, habiendo recibido
él mismo el perdón, rehusó perdonar al siervo que tenía una deuda con él, y
resume su enseñanza diciendo: “Así
también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón
cada uno a su hermano sus ofensas”. Es un pensamiento aterrador pero es
perfectamente claro y evidente que los que toman una actitud de agravio hacia
Dios y hacia todo el mundo, cuando las cosas les son contrarias y parece que
sus oraciones no reciben respuesta, en verdad no estaban en condiciones de orar
a Dios. Aun rehúsan perdonar a Dios (¡qué pensamiento terrible y blasfemo!); y
sin embargo, son los primeros en quejarse de oraciones no respondidas. El único
espíritu que nos da el derecho de esperar que Dios escuche nuestras oraciones y
peticiones es el que se describe tan perfectamente y con detalles tan
minuciosos en el capítulo trece de la primera epístola a los Corintios.
Si somos esclavos no debemos
tener un sentimiento de ira contra los reyes y todos los que están en
autoridad; y si tenemos enemigos no debemos odiarlos sino amarlos. La regla es:
“Amad a vuestros enemigos, bendecid a
los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os
ultrajan y os persiguen”.
3. La tercera condición se describe como
sin “contienda”. No se refiere a una
contienda con otros sino con uno mismo. Denota un estado de vacilación e
inseguridad, o quizá un estado de rebelión intelectual. La duda puede
expresarse en muchas diferentes maneras. Pueden ser dudas en cuanto al mismo
ser de Dios; dudas, según las palabras del autor de la epístola a los Hebreos,
en cuanto a si “Dios es”. Es
notable ver como muchas personas oran sin reunir este primer y fundamental
requisito previo de la oración y sus posibilidades. Otros, si bien reúnen esta
condición, dudan de la bondad de Dios, y de su disposición y prontitud para
escuchar nuestras oraciones. Esperamos ocuparnos más extensamente de este punto
en consideraciones posteriores sobre los tratos de Dios con los hombres.
Aquí debemos indicar que es
evidente y obvio, si nos tomamos el trabajo de pensar por un momento, que tal
estado y condición de nuestra parte hacen inútiles nuestras oraciones.
También a menudo hay dudas
respecto a lo que podemos llamar el poder o la posibilidad de la oración, en
cuanto a si algo puede suceder o que alguna vez se de; en una palabra, si orar
tiene algún sentido.
Como resultado de estas
dudas, ya sea una sola o todas juntas, frecuentemente sucede que la oración no
es más que una aventura desesperada o embarcarse en un experimento dudoso. Nos
encontramos en una posición difícil o enfrentamos una necesidad extrema. No
sabemos qué hacer o a quién recurrir. Entonces recordamos haber oído de alguien
que oró a Dios y tuvo una respuesta maravillosa. Decidimos orar, entonces, para
probar el experimento y ver si también dará resultado para nosotros.
No hemos evaluado seriamente
el asunto, no nos hemos detenido para considerar todas las condiciones a que
hemos hecho referencia; lanzamos algo así como “un clamor en la oscuridad” en la mera esperanza que pueda
tener éxito y podamos ser liberados. En ese estado de duda y escepticismo, y en
verdad a veces, de incredulidad, los hombres a menudo oran a Dios; y cuando sus
oraciones no reciben respuesta y sus deseos no son satisfechos, murmuran y se
quejan, deciden que la religión no sirve, y se ofenden con Dios. A menos que
observemos esta tercera condición, la oración es inútil. Debemos acercarnos a
Dios creyendo “que le hallaremos, y
que es galardonador de los que le buscan”. La oración no es un experimento
dudoso que quizá produzca fe; es más bien la expresión y el producto de una fe
que no sólo cree en Dios, sino que está dispuesta a confiar totalmente en El y
su santa voluntad.
Orar a Dios para poder
descubrir si la oración da resultados o no equivale a un insulto.
Ese experimento sólo tiene
un resultado. Los hombres cuyas oraciones han sido contestadas siempre han sido
aquellos que conocían a Dios, los que han confiado en El completamente, quienes
han estado más dispuestos a decir en todo tiempo y bajo toda circunstancia: “Hágase tu voluntad”, seguros de sus
propósitos santos de amor. No debe haber duda alguna, ninguna disputa, ni
experimentos desesperados sino una confianza calma y serena en Dios y su
perfecta voluntad.
Estas son, pues, las
condiciones. Al considerarlas, no sólo nos sorprendemos de que Dios a veces no
responda a nuestra oración como deseamos que Él lo haga, sino que conteste
aunque solo sea una vez. Decidamos, entonces, poner en práctica estos
principios mientras sea posible. La crisis aguda puede venir en cualquier
momento y sentiremos la necesidad de orar. Limpiemos nuestras manos,
purifiquemos nuestros espíritus y seamos establecidos en nuestra fe. Entonces,
en el momento de nuestra mayor crisis, no estaremos haciendo un experimento
dudoso sino tomándonos a Aquel de quien decimos con San Pablo: “Yo sé a quien he creído, y estoy seguro que
es poderoso para guardar mi depósito para aquel día”. La respuesta
quizá no siempre sea la que habíamos deseado pero podremos ver en última
instancia que era lo mejor para nuestras almas. De todos modos, habremos
aprendido a ocuparnos más por la gloria de Dios que por la gratificación de
nuestros propios deseos.
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